UN EXTRAÑO DESPERTAR
UN EXTRAÑO DESPERTAR
Las sirenas de las patrullas fueron el peor despertador que cualquiera de nosotros pudiera imaginar. Gritos en los pasillos, desorden y confusión eran la constante de ese sábado por la mañana.
Una mujer de unos treinta años corría habitación por habitación pidiendo que desalojáramos el hotel. Afuera, un oficial con chaleco de Protección Civil soplaba su silbato con desesperación, guiándonos hacia la salida más rápida.
Había crisis nerviosas, desmayos, niños llorando, personas confundidas… nadie sabía con certeza qué estaba ocurriendo. Entre empujones y tropiezos, nos abrimos paso hasta la salida. Ya en el exterior, decenas de patrullas y ambulancias rodeaban el hotel. Algo grande había pasado, eso era evidente.
Un cerco de seguridad se levantó alrededor del inmueble. No podíamos permanecer adentro, pero tampoco alejarnos. Nadie salía, nadie entraba.
Aunque la mayoría buscaba respuestas, yo no tenía la menor intención de averiguar qué había ocurrido. Mientras unos compartían teorías o preguntaban a los oficiales, yo prefería mantenerme al margen. Sabía que algo grave había sucedido, pero temía que mi frágil estado emocional no pudiera soportar la magnitud de la noticia.
Alguna vez leí: “¿Qué tan fácil es quebrar a un espíritu débil?” Estoy por descubrirlo. Estoy mal… y esta escena digna de CSI no ayuda.
Más tarde, los médicos forenses ingresaron por la entrada principal del lobby, sin ningún pudor ni discreción. Evidentemente, alguien había muerto. ¿Quién? ¿Cómo? No quería saberlo.
Anochecía cuando finalmente nos permitieron volver al hotel.
Tal vez no resolvieron nada, pero no podían dejar a decenas de personas durmiendo en la calle. Durante todo el día, no hubo información clara para los huéspedes. Solo rumores. Y en los pasillos comenzó a circular el más inquietante: un asesinato múltiple había sido cometido esa mañana… y el asesino podría seguir dentro.
Intentar dormir con esa idea rondando era imposible. Cada sonido me ponía en alerta. Juraría que escuché pasos justo afuera de mi habitación.
Ya entrada la madrugada, encendí todas las luces. Quizá buscaba una protección simbólica.
De pronto, tocaron la puerta. Golpes suaves. Dudé en abrir, pero podría tratarse de algo importante. Cuando lo hice, vi a un hombre tirado en el suelo, inconsciente.
No respiraba. Alarmado, lo ayudé a entrar a mi habitación. Estaba herido. Lo recosté en la cama y con manos temblorosas tomé el teléfono.
Cuando por fin marcó, alguien azotó la puerta.
Giré y descubrí que la cama estaba vacía. En su lugar, un rastro de sangre cruzaba el suelo.
Antes de que pudiera reaccionar, una mano me arrebató el auricular.
—Necesito que me ayudes —dijo el hombre, de pie ahora, con mejor aspecto—. No sé qué hice... no estaba pensando. No puedo seguir escondido. Necesito un hospital.
Apenas podía procesarlo. Él apoyó su brazo sobre mis hombros y comenzamos a caminar hacia la salida. Yo solo pensaba en encontrar alguna manera de alertar a alguien.
—¿Todo bien, caballeros? —preguntó la recepcionista.
—Todo bien —respondió él—. Salimos por un poco de aire.
Frente a la puerta principal, varios policías nos observaban. Mi cuerpo no me respondía, caminaba como si no fuera mío.
—¿Hay algún problema? —preguntó un oficial.
Silencio.
Uno de ellos llevó su mano al costado, cerca del arma.
—Diles que solo salimos a tomar aire —me susurró el hombre.
—¡Quiere escapar! —grité, sin pensarlo.
Todo se volvió confuso.
Recuerdo a los policías alzando sus armas. Recuerdo dos destellos de luz que me cegaron. Recuerdo sentir algo punzante en la espalda.
Las sirenas de ambulancia volvieron a sonar.
Desperté en una camilla, con una mascarilla de oxígeno y un dolor insoportable.
Me habían disparado.
No quería hablar con nadie. No me sentía héroe.
Solo deseaba que el día de hoy… pudiera olvidarse por completo.