UN ARCO DE VALOR
UN ARCO DE VALOR
Está cayendo una tormenta como pocas veces se había visto en el pueblo. La última vez que llovió de esa manera, el agua arrasó con decenas de vidas que no pudieron resistir la fuerza de las corrientes en las calles inundadas. Esta vez, no hay nadie fuera de sus casas. El pueblo pareció haber aprendido la lección y no arriesgaría su vida ahora que la peor pesadilla histórica ha regresado. Todos están a salvo, excepto Joana, que desde hace horas permanece sentada en la plaza principal del pueblo, en lo que algunos han comenzado a llamar “La manifestación por la dignidad”.
Joana es la herrera del pueblo. Heredó el negocio de su padre cuando él falleció hace tres años. No fue difícil para ella hacerse cargo del taller; desde niña aprendió el oficio y con el tiempo perfeccionó su técnica. Desde que tomó las riendas de la herrería, don Manuel, presidente municipal y dueño de la cantina más popular del pueblo, le ha exigido incontables trabajos: adornos para sus oficinas, estructuras para su cantina. Pero nunca los paga. Alega que los trabajos están mal hechos, aunque de todos modos los presume en sus propiedades.
En la cantina nadie aprecia los diseños finos ni la precisión con que fueron forjados. Los hombres entran con la única intención de olvidar los miserables sueldos que ganan por jornadas inhumanas. Sueldos que, irónicamente, regresan a los bolsillos de don Manuel en forma de copas vacías. Un negocio redondo. Mantiene a todos con apenas lo justo para sobrevivir, y los convence de que trabajar más duro los hará avanzar. Nadie se atreve a cuestionarlo. Nadie, excepto Joana.
Hace exactamente una semana, don Manuel salió furioso de la herrería. Alegó que el trabajo de Joana no era digno, aunque no tardó en colgarlo en su cantina. Era su pretexto favorito para no pagarle: según él, una mujer no era capaz de cumplir un oficio reservado a los hombres. La excusa le bastaba para exigir más sin pagar un centavo. Pero un negocio no sobrevive mucho trabajando gratis. Joana lo sabía. Y al igual que la herrería de su padre, su paciencia tenía los días contados.
En cuestión de días, Joana se quedó sin materiales. Por primera vez desde la fundación del taller, no tenía nada con qué trabajar. Su única salida era exigirle a don Manuel el pago completo de los trabajos adeudados, incluidos los que él había desacreditado. Convencida de luchar por lo justo, organizó con algunos viejos amigos de su padre una manifestación frente al palacio municipal y la cantina de don Manuel.
Como todos en el pueblo, Joana se sentía intimidada ante el poder de don Manuel. Jamás imaginó enfrentarlo. Pero perder la herrería, el legado de su padre, encendió algo en su interior. Algo más fuerte que el miedo: una voluntad indomable que por fin despertaba.
La manifestación fue convocada, pero el día acordado ninguno de sus aliados apareció. Joana, una vez más, estaba sola en la lucha.
Pasaron veinticuatro horas. Sin comida ni agua, permanecía sentada en la plaza. Y entonces, la gente comenzó a llegar. Un acto tan simple como permanecer en pie, o en este caso, sentada, despertó algo dormido en la comunidad. Uno a uno, se unieron a su protesta. Decenas se sentaron con ella. La dignidad es contagiosa.
Joana estaba decidida. No se movería hasta que don Manuel le pagara. No importaban las amenazas ni las consecuencias. A las 48 horas de haber comenzado la manifestación, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. El cielo se tornó gris.
—¡Vámonos, Joana! —gritaron algunas voces preocupadas.
—No me dejen —suplicó, con la voz entrecortada—. Por favor.
Pero la tormenta se intensificó. Y la gente se fue. Joana quedó sola en la plaza, empapada, enfrentando una vez más la soledad.
Los relámpagos caían cerca. Desde la oficina de don Manuel, en el cuarto piso del palacio municipal, se veían las cortinas moverse. Él estaba allí, observándola. Ordenó que ni ambulancias ni policías la asistieran. Para él, era la oportunidad perfecta de dar una lección a su pueblo.
—Es hora de irme —pensó Joana, al ver caer un rayo muy cerca—. Aquí no lograré nada.
Pero imaginárselo mirándola desde su ventana la paralizó. No podía ceder. No sin haberlo intentado hasta el final.
—¡Sal de ahí, cobarde! —gritó al edificio.
Su cuerpo ya no respondía. Pero su voluntad seguía intacta.
En la oficina, el jefe de la policía, David, confrontó a don Manuel.
—No podemos seguir con esto, Manuel. La vas a matar.
—Es una lección, David. Nadie está por encima de mí.
—Voy a enviar ayuda.
—¡Ni lo pienses! —gritó don Manuel—. ¡Aquí mando yo!
David no lo soportó más. Arrojó su placa sobre el escritorio y salió corriendo. Desde la ventana, había visto a Joana desmayarse. Afuera, el resto del cuerpo policiaco y una ambulancia lo esperaban, listos para actuar.
—¡Despediré a todos! —vociferó don Manuel desde su oficina.
Pero ya nadie lo escuchaba. El palacio municipal quedó en silencio.
Joana fue llevada al hospital. Su diagnóstico era grave: dos días sin comer, sin beber, expuesta a una tormenta implacable. David no pudo perdonarse no haber actuado antes.
Joana cerró las puertas de la herrería sin saber que no volverían a abrirse. Cerró los ojos en medio de la lluvia para no volver a despertar.
Pero al hacerlo, abrió los ojos de todos los demás.
La plaza amaneció con un cielo azul brillante. El pueblo entero llegó en busca de Joana. Lo que encontraron fue la noticia que destrozaría sus corazones. David, entre lágrimas, confirmó lo que ya se sospechaba: Joana había muerto durante la tormenta.
La indignación los llevó a irrumpir en la presidencia y en la cantina. Rescataron todos los trabajos de Joana. No encontraron a don Manuel. Había huido en la madrugada. Lo único que dejó fueron sus cajas fuertes repletas de dinero.
Semanas después, el pueblo organizó una ceremonia. La plaza fue rebautizada como Plaza Segovia, en honor al apellido de Joana y su padre. En el centro, justo donde ella cayó, se erigió un arco. El Arco del Valor.
Desde entonces, cada habitante que cruza la plaza y contempla ese arco, recuerda la historia de una mujer que, al cerrar los ojos, enseñó a todos a mantener los suyos bien abiertos.