RECUERDOS PLASMADOS
RECUERDOS PLASMADOS
Soy indudablemente afortunado de aún ser capaz de reconstruir momentos a partir del reflejo que provoca una fotografía. En ella contemplo recuerdos que sobreviven congelados, memorias de los días en que viví en el mar, buscando no una vida más digna, sino una más acorde con otras necesidades, más íntimas, más mías.
El sonido burbujeante del océano vuelve a mi mente como un susurro persistente, como si aquellos tiempos aún respiraran.
¿Cómo logra una simple imagen impresa guardar con tanto recelo sus memorias? Recuerdos de travesías que cruzaron mares y océanos sin detenerse nunca, sin mirar atrás, ajenos al paso del tiempo.
Día tras día, esos viajes vuelven a mí. Como si nuestras historias fueran dignas de ser narradas por el propio Marco Polo, aparecen sin previo aviso, con la naturalidad de una ola que regresa a la orilla.
Esos recuerdos —como parras cubiertas de momentos escondidos bajo la apariencia de una fotografía— descansan a mi lado una vez más. Vuelven cargados de dulzura, de esa dulzura que solo la uva de Castilla puede ofrecer. Reafirman su promesa como un viejo amigo que se niega a marcharse, que no abandona el barco, que jura no tocar tierra jamás.
Cada olor vuelve. Cada sensación grita. Cada sonido presenta su argumento, su razón para seguir aquí. Y es que sin ellos, sin mis recuerdos… hace ya tiempo que habría muerto.
Muerto en vida.