POR SIEMPRE
POR SIEMPRE
Caminar duele. Cada paso es fuego en las plantas de los pies, y el viento golpea el rostro como si intentara hacerme volver. Las calles empedradas me llevan al pasado y me obligan a arrastrar, tras cada pisada, los restos de un mundo que ya no es.
Detesto el ruido aplastante de la ciudad. Detesto a las personas que caminan junto a mí, convertidas en sombras, atrapadas en pantallas que les susurran promesas falsas. Ya no se miran, ya no se tocan, ya no viven aquí. Se han ido sin moverse.
¿Será necesario gritarles a la cara para que levanten la vista y vean el espectáculo del que se están perdiendo? Tal vez no. Nadie puede volver a la vida si ya decidió dejar de vivir. Y eso hacen: dejarse ir, negarse a existir.
Aún se escuchan aves. Qué valentía la suya: seguir volando sobre un aire tan sucio, tan gris, tan muerto. Admiro su valor, su terquedad por seguir.
Camino a una cita importante. En las paredes de la ciudad, anuncios celebran lo que llaman el gran avance: “Las enfermedades serán eliminadas. La vida, extendida.”
Qué horror.
Los zombis urbanos ya no tienen que temer a la muerte. Ahora podrán envenenar el planeta para siempre.
Eso no es vida.
Mi destino me espera. Un edificio pulcro, funcional, frío. Un monumento a la deshumanización. Hay más sucursales cada día. Centros donde uno puede… morir voluntariamente.
Recuerdo su inauguración.
“El gobierno enfrentará las tasas de suicidio creando centros de descanso definitivo.”
Descanso definitivo… qué eufemismo tan barato.
Ahora la gente paga por morir.
No importaba el nombre que le pusieran, para mí siempre fueron tumbas con uniforme médico. Lugares que se aprovechaban de quienes no eran escuchados, de quienes no tenían más que su silencio.
Y aun así, aquí estoy.
El infierno se congeló, y yo estoy aquí.
No quiero seguir luchando. No quiero ser parte de esta humanidad inmortal.
Estoy cansado de existir en este mundo eterno.
Me asignan una habitación.
Comí por última vez. Mala comida, pero de alguna manera, deliciosa.
Una ventana abierta me tienta. Tal vez pueda saltar. Tal vez les ahorre el procedimiento.
Me acerco.
Tomo el marco.
Me asomo.
Y justo entonces, entra el médico.
Qué oportuno.
—Es hora —dice, acompañado por dos camilleros.
Me recuesto. Me levantan. Nos movemos.
Pasamos por un cartel luminoso: Quirófano.
Se detienen. Conversan. Ríen.
—¿Supieron de esa persona que despertó en plena operación?
Malditos.
Cioran escribió: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.”
Mientras las lámparas del quirófano me bañan con su luz, pienso:
¿Y si la facultad de morir es parte esencial de vivir?
Al fondo, un Cristo de madera.
Ironía pura.
Un símbolo de fe en un sitio donde se decide terminar con la vida.
Los médicos se alinean para persignarse.
¿Será un gesto de humanidad? ¿Una súplica muda de redención?
¿Queda algo de esperanza?
¿Queda algo de fe?
¿Queda algo… de nosotros?
Toman sus posiciones. Me rodean.
Parecen cirujanos, pero yo veo verdugos de blanco.
Me colocan una mascarilla sobre boca y nariz.
—Cuente del 10 al 1 —me indican.
Dicen que nadie llega al uno.
10 —¿Y si el mundo sí puede cambiar?
9 —¿Y si las personas también?
8 —¿Y si yo…?
7 —¿Y si…?
6 —…