MENSAJE ENTRE DOS MUNDOS
MENSAJE ENTRE DOS MUNDOS
La multitud se dirigió con rencor rumbo al Partenón, los dioses dejaron de ser entidades inalcanzables para la gente que estaba dispuesta a destruir el templo. Ya no les importaba retar a los dioses, cuando fueron ellos quienes los abandonaron, los dejaron a su suerte y ahora buscaban venganza.
Las flamas de las antorchas se movían con el aire mientras subían por la colina. Fue ese el momento en que el primero de los mensajes divinos llegó; los dioses intentarían impedir la llegada de la multitud al Partenón mandando una fuerte tormenta sobre el contingente.
—¡No van a poder detenernos! —gritó Acacio que se encontraba al frente de la multitud.
Las nubes se oscurecieron e impidieron el paso de los rayos solares. En solo un momento el día se hizo noche y las corrientes de viento hacían del camino una peregrinación imposible. El cielo estaba por tocar la tierra y la gente no se detenía; nada, ni siquiera poderes divinos, podrían detenerlos. El pueblo estaba molesto con sus dioses y no había posibilidad de regresar a casa ese día sin haber destruido el principal centro de adoración griego.
Conforme la multitud se acercaba al Partenón, las nubes se aclararon en el firmamento. Con cada paso el cielo era un poco más limpio, un poco más azul. Un intenso océano celeste sobre el contingente coronó la llegada de la furiosa multitud.
El pueblo encabezado por Acacio estaba por entrar al templo sagrado, entonces el último sistema de seguridad divino entró en acción; un rayo cayó entre el Partenón y la multitud. El ruido ensordecedor y la centella divina que cayó frente a ellos dejó a varios en el suelo, asustados por la espantosa explosión, pero no hacía mella en sus intenciones.
Al incorporarse y después de que Acacio revisara que no había lesionados y que todos estaban bien y en forma para continuar, pudieron ver una figura de pie dentro del Partenón observándolos.
—¡Vinimos a destruir el Partenón! —gritó Acacio.
—Queremos conversar con ustedes —contestó la persona dentro del templo; su voz retumbó como emanada del cielo, aunque saliera del Partenón.
—No queremos conversar con ustedes —dijo Acacio—. ¿Quién eres tú?
—Yo soy un simple mensajero.
—¿Tú mandaste el rayo? —preguntó Acacio—. No vamos a conversar si casi nos matan.
—No, yo no mandé el rayo —contestó la voz—. Yo no tengo esas habilidades, solo fui enviado a conciliar con ustedes.
—Se acabó el tiempo de conversar hace diez años, cuando los dioses nos abandonaron, cuando se nos acabó la comida y los campos de cultivo ya no producían nada. —Al decir esto, la multitud detrás de Acacio pareció despertar y regresó a su estado enfurecido previo a la caída del rayo.
—Te entiendo, pero te pido una última oportunidad.
—No, no te atrevas a decir que nos entiendes, ustedes no pueden entendernos.
—Por favor, Acacio…
—¿Cómo sabes mi nombre? —Acacio interrumpió a la voz—. ¿Quién eres tú?
—Soy Hermes, el mensajero de los dioses —Hermes salió del Partenón y se acercó al que parecía el líder de la multitud—. Los dioses me dijeron tu nombre y me mandaron a conciliar contigo. Ahora acércate, Acacio, bienvenido al Partenón.
El ambiente en el furioso contingente era complicado. Querían destruirlo todo, pero sabían que era imposible enfrentarse a un ser divino. Algunos se sintieron intimidados al ver a Hermes salir del Partenón y caminar hacia ellos… quizá no era el único dios que estaba ahí en ese momento.
—No voy a entrar solo —contestó Acacio—. Entraremos todos y lo destruiremos todo.
—No podrían; aunque quisieran, los detendríamos antes de siquiera intentarlo —dijo Hermes, mostrando un gesto de compasión en su rostro—. Acércate, Acacio. Tú serás el representante de tu pueblo, solo tú puedes entrar al Partenón y platicar conmigo.
Acacio se mantuvo con una postura retadora frente a Hermes. La multitud detrás de él se apagó por un momento, los gritos fueron cambiados por un inalterable silencio. La numerosa multitud se dividió: algunos estaban dispuestos a que Acacio dialogara con Hermes, otros solo veían como posibilidad destruir el Partenón. La misma pelea ocurría dentro de Acacio.
—¿Cuál es tu decisión, Acacio? —dijo Hermes—. Debes dialogar conmigo o sentenciar a tu gente a una masacre si intentan entrar por la fuerza. ¿Qué clase de líder eres?
—No voy a tomar una decisión personal en esto, necesito que todos estemos de acuerdo con lo que sea que hagamos —dijo Acacio—. ¿Quieren que entre a conversar con Hermes?
Los murmullos y diferentes opiniones se escuchaban correr entre la multitud, haciendo imposible llegar a un acuerdo. De pronto, una corriente de optimismo, similar al rayo que cayó frente a ellos, recorrió a cada uno de los presentes y, casi al unísono, sonó un estruendoso ¡Sí!
Acacio se separó por primera vez en el día del contingente. Iba caminando junto a un ser divino rumbo al Partenón. Acacio entró al templo sagrado y Hermes entró detrás de él.
—Bienvenido al Partenón —dijo Hermes—. Aquí fue por miles de años nuestra casa.
—No soy un turista —respondió Acacio.
—Todos lo somos de cierta forma en diferentes lugares, Acacio, pero quizá tengas razón. Tú estás aquí para tratar cosas más importantes.
—Así que… ¿cuál es la propuesta que ofrecen los dioses a nuestro pueblo?
—Ellos tienen miedo.
—¿Miedo? —preguntó Acacio.
—Miedo… miedo de dejar de ser inmortales, miedo de dejar de existir, dejar de ser.
—Eso no soluciona nuestro problema y no es importante para nosotros.
—Oh, lo es. Sí es importante, Acacio, más de lo que crees.
—¡Explícate! —dijo Acacio, molesto.
—Deja esa actitud retadora, no eres así. Ahora siéntate y escucha lo que Zeus les propuso a todos ustedes.
Hermes aclaró la garganta tres veces y, subiéndose en una tarima, recogió un pergamino ahí colocado, lo desenrolló y dijo:
“A los que en algún momento fueron mi pueblo:
¿Recuerdan cuándo empezó lo que ustedes denominan crisis? Lo más seguro es que así sea, pero no recuerdan cuándo se dirigieron a mí por última vez.
¡No, ustedes no recuerdan!
Un dios necesita ser venerado; un ser inmortal no puede tener divinidad si no es la guía de alguien. No podemos ser dioses de nada.
Nos hemos equivocado, y lo aceptamos, pero con ustedes no. Ustedes dejaron de considerarnos importantes, dejaron de preocuparse por nosotros y, hasta que se encontraron en necesidad, intentaron regresar.
¡No los abandonamos, reaccionamos a su indiferencia!
Un dios necesita ser venerado para no desaparecer de la existencia, así que mi trato con ustedes es: toda la multitud ahí afuera debe venerarme en este instante; a cambio, sus campos tendrán cultivo otra vez.”
Hermes terminó de leer y guardó el pergamino. El rostro de Acacio se transformó en incredulidad. Los dioses, por primera vez, estaban negociando con mortales.
—Así que…
—…mi gente jamás aceptará venerar a Zeus —dijo Acacio, interrumpiendo a Hermes.
—¿Tu respuesta es un no? —preguntó Hermes.
Acacio dio media vuelta y se dirigió a la puerta del Partenón. No podría obligar a su gente a hacer algo que no querían hacer.
—¡Espera un momento! —dijo Hermes cuando Acacio estaba por salir del Partenón.
—No lo haremos. No lo vamos a hacer.
—La verdad es que Zeus no escribió esto —dijo Hermes, tratando de ocultar su apenado rostro tras el pergamino.
—¿Quién lo escribió?
—Yo —dijo Hermes—. Los dioses son eternos sin importar quién los siga o quién no.
—¿Por qué te mandaron?
—Zeus quería mandar la peor tormenta sobre ustedes, pero decidió no hacerlo. Decidió permitirles destruir el Partenón.
—Entonces vamos a destruirlo.
—Esa es la razón por la que estoy aquí. Le pedí a Zeus unos minutos para conversar contigo y convencerte —Hermes se puso de rodillas ante Acacio—. No sé de qué manera pedirles que no destruyan este lugar. Por favor, no lo hagan.
—Este lugar ya no significa nada —dijo Acacio.
—Antes que Zeus y los dioses decidieran irse, el Partenón lo era todo. Ahora solo es un símbolo para ustedes de lo que alguna vez fue.
—¿Por qué Zeus no nos ayudó con los cultivos cuando dejaron de producir y la crisis de hambre llegó?
—Zeus está decepcionado de ustedes y no quiere saber nada de los mortales. Es por eso que les permite destruir el Partenón; de esa manera, nosotros jamás podremos regresar aquí.
—Si destruimos el Partenón… ¿ya no habría forma de que ustedes regresen aquí?
—No —dijo Hermes.
Acacio salió del Partenón y se dirigió a la multitud. Con una señal, les pidió a todos que se acercaran al templo y procedieran con el plan inicial.
La multitud enfurecida avanzó hacia el Partenón y comenzó a destruirlo a golpes, usando piedras, maderos y todo lo que tuvieran a su alcance. Cuando parte de la estructura colapsó, Hermes desapareció del templo.
El contingente veía cómo su plan había funcionado, lo que no sabían eran las consecuencias. El puente entre dioses y mortales se estaba derrumbando.
Como líder moral del grupo, Acacio se puso de rodillas frente al Partenón en ruinas y pidió perdón a Zeus por lo que habían hecho. Casi de inmediato, la gente que lo acompañaba hizo lo mismo. Al ponerse de rodillas sentían que su plan carecía de un sentido real. Estaban destruyendo el Partenón, pero sus problemas seguían ahí, y esos no podían destruirlos sin importar sus intentos.
Una nueva tormenta se formó en el cielo. Las nubes regresaron y dejaron caer sus gotas sobre el templo derruido y sobre la multitud aún arrodillada. Sin importar la lluvia, nadie se movía del lugar.
—No son tan malos —dijo Hermes a un hombre de espaldas y con cabellera blanca.
—No, nunca lo han sido —El hombre se dio la vuelta: era el dios Zeus—. Solo necesitan que los guíen. Siempre necesitaron a un dios para ese trabajo, pero ahora veo que por lo menos uno de ellos lo puede hacer.
—¿Se refiere usted a Acacio? —preguntó Hermes.
—Debe haber más mortales como él en algún lugar. Ellos serán ahora su propia esperanza.
—Ahora el puente está destruido, no podremos regresar.
—No, ya no podremos. Pero quédate tranquilo, Hermes. Ya no nos necesitan más.
El Partenón quedó en ruinas y la multitud fue abandonando el lugar que destruyeron. Los hombres y mujeres que subieron enfurecidos bajaban con los rostros mirando al suelo. El Partenón ese día dejó de ser un puente entre lo divino y el mundo mortal, pero aún representa una fuente de optimismo para los que lo visitan.
El pueblo de Acacio experimentó la mejor etapa de cultivo en su historia y mucho de lo que se producía fue vendido a otros lugares de Grecia. Acacio, hasta el día de su muerte, afirmó que la abundancia era todo gracias a Zeus y regresaba al Partenón con la esperanza de reencontrarse con Hermes.
El pueblo de Acacio, tras su muerte, tomó el día en que destruyeron el Partenón como una fiesta en la que regresaban al templo a venerar a Zeus. El legado de Acacio era la promesa de que el dios Zeus algún día regresaría y, a pesar de lo que le dijo Hermes, reconstruiría el Partenón. Ese día, si es que llega, el pueblo le mostraría a Zeus su gran avance y les propondrían a los dioses la posibilidad de aceptar entre ellos a su propio héroe mortal, al mensajero de los mortales… Acacio.