ESTACIÓN GUADALUPE
ESTACIÓN GUADALUPE
Los encabezados de los periódicos proclaman la victoria y son repetidos como ecos en las calles de la ciudad. Las banderas ondean triunfantes en las azoteas, y los niños corren presumiéndolas entre risas. El mundo respira con alivio. El mundo duerme, por fin, sin el temor de no despertar.
La Segunda Gran Guerra ha terminado.
En las estaciones de ferrocarril, miles de personas esperan el regreso de sus héroes. En Santa Guadalupe, cada tres horas llega un convoy cargado de vencedores. Cada tres horas, los corazones laten más rápido, ilusionados con ver bajar del tren a un esposo, a un hermano, a un hijo.
La vida de muchos busca rehacerse, sanar las heridas del dolor. Pero no todos lo consiguen.
Ya entrada la noche, tras la llegada de varios trenes a Santa Guadalupe, solo una mujer permanece sentada en una banca de la estación. Su cabello blanco cae como nieve sobre los hombros, y su rostro —surcado de arrugas— guarda la historia de muchas vidas. Su mirada, sin embargo, todavía irradia fe.
El frío cala los huesos, pero ella permanece sentada a la intemperie. El encargado de la estación, inquieto por su presencia, se acerca con cautela, temiendo que la mujer aún conserve esperanzas.
—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta con suavidad.
Ella no responde. Solo le extiende una carta, gastada por el tiempo y las lágrimas. Está fechada casi un mes antes del final de la guerra. En ella, su hijo le prometía que todo acabaría pronto.
—Lamento decirle que no llegará ningún convoy más a esta estación —dice el encargado, bajando la voz.
La mirada de la mujer se apaga por un instante. El silencio la envuelve como un abrigo, pero no la protege.
—Lamento decirle, señora, que lo más probable es que su hijo…
—A mi hijo me lo mataron cuatro meses antes de esa carta —interrumpe ella con serenidad—. Él no sabía escribir. Uno de sus compañeros le ayudaba con las cartas. Al principio, aunque no fueran de su puño y letra, podía sentirlo. Su voz, su alma, estaban ahí.
Hace cinco meses —cuenta— llegó una carta distinta. Las palabras eran las mismas, pero algo dentro de ella supo que ya no venían de su hijo.
—Siguieron escribiendo para evitarme el dolor de saber la verdad —dice—. Pero yo ya lo sabía. Aun así… hoy era el día en que llegaba el correo.
—La guerra terminó —le recuerda el encargado, conmovido.
—Tenía la ilusión de que uno de los soldados trajera consigo una última carta. Una despedida. Una señal. Pero nadie vino.
El silencio entre ambos es denso, lleno de todo lo que no se dice.
—Perdí a mi padre en la Primera Gran Guerra —dice entonces el encargado, con voz temblorosa—. No pretendo entender su dolor. Pero mi madre solía decirme: “Nadie se va del todo. En algún momento, los encuentras. Los verás reflejados cuando los ojos de quienes amas brillen y te iluminen. Los que se van, nunca nos abandonan. Siempre encuentran el modo de volver.”
Sin pensarlo, él la abraza. Ella, que había resistido el frío y la soledad, se derrumba un poco entre sus brazos. Juntos se quedan en la banca, frente a las vías del tren, con el cielo estrellado resguardándolos. El día de fiesta se transforma en una noche de nostalgia.
El encargado encuentra, en los ojos de esa mujer, el amor del padre que la guerra le arrebató.
Esa noche la acompaña hasta su casa. Sobre la banca de la estación queda la última carta. Una promesa vencida por la muerte, pero renovada por el amor. Porque su hijo, aunque no regresó, encontró la forma de volver.
Y ella lo sabe: nunca estará sola.