EL ÁRBOL DE LOS ESPEJOS
EL ÁRBOL DE LOS ESPEJOS
El destino no está escrito sobre piedra… pero a veces queda grabado en los reflejos.
Mi pueblo no era especial. Una comunidad pequeña, aislada, donde lo más emocionante era discutir si habría feria el próximo año o no. Eso fue antes de que apareciera el árbol.
Una mañana cualquiera, en el centro exacto del pueblo, surgió un árbol. Nadie lo plantó. Nadie lo vio crecer. Simplemente estaba ahí. No tenía hojas, ni flores, ni sombra. Era seco, de corteza negra, con ramas retorcidas… y de ellas colgaban espejos.
Cientos de ellos.
Algunos eran antiguos, con marcos de madera tallada; otros eran modernos, sin marco, como recién salidos de una tienda. Cada uno reflejaba algo distinto. No siempre lo que tenías enfrente.
No sabíamos qué era. Pensamos que era arte. Una instalación. Una broma pesada. Al principio fue atracción: la gente iba a mirarse, reír, tomar fotos. Luego vino el murmullo: que algunos veían cosas en los espejos que no estaban ahí. Cosas que no podían ser.
Y luego, comenzaron las muertes.
El primero fue el hijo del panadero del pueblo. Lo encontraron al pie del árbol con los ojos abiertos y la boca llena de sangre. Nadie supo decir qué había pasado. Después, la mesera del café, el maestro de la primaria, la señora que vendía pan de elote.
Siempre al pie del árbol.
Ninguna herida. Ninguna lucha. Solo cadáveres con expresión de espanto.
Algunos aseguraban que los espejos los “llamaban”. Otros decían que el árbol elegía a quienes no podían dejar de mirarse. Los sacerdotes bendijeron el lugar, el ayuntamiento lo cercó. Nada funcionó.
Los espejos crecían. Aparecían nuevos cada semana. Y cada uno reflejaba cosas distintas. No tu rostro, sino algo más... íntimo.
Tus miedos.
Tus culpas.
Tus peores recuerdos.
Algunos se obsesionaron. Pasaban horas frente a ellos. Días. Hasta que simplemente aparecían muertos al pie del árbol.
Y en cada espejo nuevo, aparecía un rostro nuevo. Uno que ya no estaba vivo.
Cuando comenzaron a irse las familias, el pueblo dejó de pelear contra el árbol. Se rindieron. Abandonaron sus casas, sus iglesias, sus muertos. Solo unos pocos quedamos. Yo, entre ellos.
No por valor. Por culpa.
Mi hermana fue una de las primeras víctimas. Ella vio algo en el espejo, gritó… y esa noche no despertó. Yo también vi algo. Pero sobreviví. Desde entonces regreso. Intento entenderlo.
La última vez que fui, lo hice al anochecer. Caminé por calles vacías, sintiendo que alguien me observaba desde cada ventana rota. Al llegar al árbol, sentí lo de siempre: frío, pero no del aire. Era un frío que salía del propio reflejo.
Miré uno de los espejos.
Y me vi a mí mismo. Pero distinto. Más joven. Sucio. Con los ojos llorosos y la mano ensangrentada. Me vi… la noche que dejé morir a mi hermana.
Entonces, una voz habló detrás de mí.
—Siempre vuelves a mirarte, pero nunca lo aceptas.
Era un hombre. Alto, delgado, con ojos hundidos. No parecía cansado, sino vacío.
—¿Quién eres? —le pregunté, sin girarme del todo.
—El primero. —dijo—. El árbol necesita testigos. Y yo fui el primero en verlo crecer.
—¿Qué es?
—Un nido. De algo antiguo. Algo que se alimenta de culpa. De dolor. De tu verdad oculta.
—¿Y por qué los espejos?
—Para que veas lo que niegas. Para que lo mires tanto que te destruya. —respondió—. El árbol no mata. Tú lo haces. Y cuando mueres… tu reflejo se queda.
—¿Cómo lo detengo?
—No puedes. Pero puedes elegir no mirarte. Aunque sabes que vas a hacerlo.
Y lo hice.
Me vi una vez más, con los ojos de entonces. Vi cada error, cada cobardía. Sentí el mismo miedo. Las mismas manos temblorosas. Las mismas mentiras que me conté durante años.
Y supe que ya no saldría de ahí.
La última frase que oí antes de que todo se volviera negro fue:
—Bienvenido. Ahora otro podrá mirar tu reflejo.
Hoy, si caminas por las ruinas del pueblo y te atreves a acercarte al árbol, verás en uno de los espejos a un joven atrapado dentro. Quieto. Esperando. Con los ojos fijos en ti.
Soy yo.
No mi cuerpo. Mi culpa.
Y cuando te mires en ese espejo…
…algo tuyo también se quedará.