EL TÚNEL
EL TÚNEL
Se escuchan gotas de lluvia chocar contra el techo.
A unos cuantos metros de distancia, en las celdas contiguas, platican. Las voces se mezclan con el eco del metal; una carcajada aguda y un murmullo grave. Quizá sean guardias, quizá sean reclusos que, como yo, no pueden conciliar el sueño. ¿Será que la lluvia no me permite dormir? ¿O será que la idea de entrar al túnel, al amanecer, me tiene sin la menor intención de cerrar los ojos?
Las voces a la distancia se convierten en risas, por lo menos eso parece, pero duran solo segundos, como si el silencio también vigilara en esta prisión. Mi compañero duerme; solo él se puede mantener unido a una cama sin mayor perturbación que la provocada por sus propios ruidos. Algunos dicen que los sonidos no se escuchan. Algunos dicen que las paredes son tan gruesas que es imposible escuchar algo a través de ellas. Yo siempre los escucho, cada noche y en especial hoy.
Soy consciente y comprendo que quizá los sonidos nacen en mi cabeza, así como el estrés que me ha quitado cabellos, expresiones faciales y años de vida. Soy consciente, quizá mucho más que cualquiera aquí dentro. ¿Por qué no escuchan? ¿Por qué solo yo me mantengo despierto cada noche?
Mañana entraré al túnel, haré un recorrido que he esperado y temido por 25 años. Quizá eso me tiene impaciente, quizá eso me mantiene rezando. Quizá después de hoy todo sea diferente.
¿Por qué solo yo escucho llover?
No importa el día o la noche, no importa la luz del sol o el reflejo de la luna. Hace mucho que lo único que distingo es un metal reforzado 24 horas al día y siete días a la semana.
Algunos dicen que el día comienza con la salida del sol. Yo creo que el día comienza con golpes de un guardia de seguridad en mi puerta para el primer pase de lista. En el pabellón hay 3 celdas con dos personas en cada una; aun contando a los guardias somos una comunidad pequeña que no se conoce ni pretende hacerlo. Somos una comunidad que no habla, que no se mira a los ojos, que no se preocupa por la salud física ni mental del compañero a un lado.
Los que deberían cuidarnos son los menos interesados. Ellos cambian de guardia cada cierta hora y a algunos no los vemos en un par de días; ellos hacen su trabajo, pero para nosotros esto es la vida. No tenemos nada más que 4 paredes de metal reforzado y aislante, no tenemos nada más que un colchón y un par de sábanas. No tenemos a nadie más que a nosotros mismos y solo a nosotros mismos. Si yo me traiciono, se acabó todo. Si yo me traiciono, se me acaba la vida.
—¿Eh...? Qué pasa...? —musita mi compañero, medio despierto, al sentir mi movimiento.
—Oye, ¿escuchas la lluvia? —pregunto en voz baja, esperando que despierte.
Su ronquido se detiene por un momento. Da media vuelta con un suspiro y responde, con una voz áspera y dormida:
—Llueve en tu cabeza, carnal... ya duerme, que mañana es largo.
Su tono tiene una resignación aprendida, como quien ha vivido demasiado con poco por esperar. Él lleva aquí casi tanto como yo, nunca habla de su condena, pero sabemos que está aquí por defender a su familia en un barrio donde la ley nunca llega. Siempre está calmado, incluso resignado. Tal vez por eso puede dormir.
Esta vez no hay golpe en mi puerta, esta vez vocean mi número de interno.
—¡Número 66! —escucho decir. Creo que ese es mi nombre; ni siquiera recuerdo el que usaba antes. Después de todo, ese nombre era el de una persona que ya no existe.
—Sesenta y seis, es tu turno —dice una voz joven, titubeante, al otro lado de la puerta, mientras el cerrojo se mueve.
Mi compañero por fin despierta por completo. El sonido de la falsa libertad es el único que aprendió a distinguir; si la puerta se abre cada mañana, somos un poco menos prisioneros.
—¡Ey! ¿Y el pase de lista, cabrón? —gruñe mi compañero, sentándose con esfuerzo.
—No es tu problema. Tú, quédate donde estás. —responde seco otro guardia, con tono autoritario y distante.
Hace casi 25 años entré por primera vez a la misma celda que hoy abandono. Nos dirigimos a un pasillo oscuro que, por una razón extraordinaria, me emociona. Pisar, respirar, mirar algo diferente después de 25 años de las mismas imágenes. No siento las esposas en las manos o los grilletes en los pies. Por primera vez en 25 años, estoy caminando fuera del pabellón... estoy en camino al túnel.
Una sentencia puede tardar años en ejecutarse, puede significar tiempo regalado o un infierno. Quizá un término más acorde sea “un purgatorio”. La esperanza muere y la realidad te aplasta. Me acostumbré a mi pabellón, me acostumbré a una nueva vida que no podría cambiar.
Ahí está el túnel. Una imagen de la virgen de Guadalupe se encuentra en el centro de la pared y, a sus pies, ramos de rosas. Hace mucho tiempo que no veía rosas, hace mucho tiempo que no veía nada vivo. Al lado izquierdo y derecho del cuadro de la virgen hay dos pasillos; el mío es el derecho.
Silencio. Solo mis pasos y el eco lejano de las botas de los guardias.
El túnel es tan largo que cruzarlo parecen horas. La luz es escasa y parpadea en secciones, como si dudara en acompañarme. Imposible calcular distancias, aunque el cansancio en los pies hable de kilómetros. El olor a humedad y moho inunda los sentidos. El aroma a flores recién traídas ha quedado muy atrás.
Los guardias se mantienen a unos pasos de distancia y no deseo que sea diferente. Incluso el más valiente perdería la fuerza durante la caminata. Nadie habla. Cada uno marcha como si esta rutina no permitiera palabras.
Se escuchan ratas corriendo de un lado a otro, y ese es el único sonido en un silencio total.
Avanzamos. El tiempo se estira. Uno de los focos parpadea y muere. Hay oscuridad por unos metros... y luego, otro foco prende.
—Ya casi llegamos —dice el guardia joven con voz quebrada, como si no supiera si debía decirlo. Lo reconozco por su tono: todavía no se ha endurecido. Todavía cree que hay consuelo en las palabras.
No quiero que el túnel acabe. No quiero llegar al final.
El final es un cuarto que sigue siendo oscuro, donde se me retiran las esposas y grilletes. Por última vez siento un poco de falsa libertad. Camino un poco más antes de poder sentarme. Se escuchan gotas de lluvia chocar contra el techo. Ahora la lluvia suena como un tambor solemne que acompaña el final. La silla se fija a mis brazos y piernas con arneses.
Miro al techo. No hay cielo, pero hay lluvia.
Muchos, o quizá todos los oficiales que están aquí hoy, ni siquiera habían comenzado a trabajar cuando fui condenado. Su mala suerte los obligará a presenciar cómo cumplo con mi última deuda.
—¿Deseas decir unas últimas palabras, número 66? —interrumpieron mi oración.
—Díganme algo... ¿ustedes también escuchan la lluvia? —dije sin levantar la mirada.
—Sí. Está lloviendo fuerte. —contestaron. Ellos sí contestaron.
Mis pensamientos finales se desvanecen junto con la conciencia, pero una última pregunta persiste:
¿Por qué solo ahora, en mi último momento, comparto la lluvia con alguien más?