EL PALACIO NEGRO
EL PALACIO NEGRO
Cada golpe duele un poco menos. Cada intento de tortura se vuelve menos eficaz. Nos lo arrebataron todo esa noche: el futuro, la voz, la calma. Y sin embargo, no tengo los sentimientos necesarios para que sus métodos funcionen. El dolor no me alcanza. No puede arrancarme lo que no estoy dispuesto a soltar.
—¿Quiénes son los líderes? —escupe el interrogador.
No entienden. Su tiempo terminó. Nuestro movimiento no responde a sus estructuras, y eso los aterra. Estamos frente a un sistema viejo que no sabe cómo sobrevivir al presente.
—¿Y las armas?
—Jamás tuvimos armas —respondo con voz seca.
—¿Entonces quién chingados le disparó a los militares?
—Pregúntele al señor presidente.
Esa última respuesta se estrella contra mi rostro. Me golpean como si hubiera blasfemado. Quizá, para ellos, sí lo hice.
Me arrastran de vuelta a la crujía. No hay espacio para nada más que el cuerpo encogido. Las paredes ya saben nuestros secretos, conocen cada estremecimiento, cada rezo mudo, cada lágrima disimulada.
Los otros reclusos me miran con recelo. Temen que haya hablado. Pero, ¿cómo explicarles que no se puede delatar lo que nunca fue clandestino? No fuimos un movimiento manipulado ni financiado. No fuimos lo que ellos decían. Éramos simplemente un grito colectivo.
Los interrogatorios son diarios. Buscan quebrarnos. Quieren que confirmemos su versión, esa que han inventado para justificar su miedo.
La noche del 2 de octubre debía ser una más. Choques con granaderos, gritos, gases… lo de siempre. Pero aquella vez descendieron helicópteros, dispararon bengalas, aparecieron francotiradores. Las órdenes eran otras.
Ese día vi cómo el pueblo se reconoció a sí mismo. Los estudiantes, los vecinos, los niños. Todos éramos uno. Nos enfrentamos al poder privatizado de un gobierno que se decía público.
—Tus compañeros ya hablaron. Te damos la misma oportunidad.
—No tengo nada que decir que valga para ustedes.
El ritual es simple: cada respuesta, un golpe. Lo acepté desde el primer día.
—¿Fuiste parte de la marcha del silencio?
—Sí.
Nunca olvidaré esa marcha. El país entero quedó mudo, y ese silencio fue más poderoso que cualquier discurso. “El silencio es más elocuente que las palabras que acallaron las bayonetas”.
—¿Tuviste otra intención al ir?
—No.
Mentí. Fue la única vez. Una mentira que me guardo como si fuera un secreto sagrado.
Días antes de esa marcha, conocí a Andrea. Nunca supe cuál era su función exacta dentro del comité. Pero si el movimiento era un cuerpo, ella era el corazón. Sonreía con esperanza, con decisión.
El día que la vi por primera vez llevaba puesto su uniforme blanco de medicina. El último día, un suéter bicolor, blanco y negro, como si ya supiera que se avecinaba el luto.
Mi intención oculta fue conocerla. Y lo hice. Ella repartía pañuelos para cubrir la boca de los que, como yo, quizá no habrían podido guardar silencio. Yo los repartía solo para acercarme de nuevo, recibir otro. A cambio, me regalaba una sonrisa silenciosa, cómplice.
Lecumberri no es una cárcel. Es una fractura. Una rendija por donde se cuela lo peor del poder.
Aquí, la humanidad se suspende. Ellos no son soldados: son perros amaestrados. Se alimentan de nuestra humillación. Celebran cada grito que nos arrebatan.
—¿Con quién fuiste a Tlatelolco?
—Con nadie.
—¿Estabas solo?
—No. Nunca estuvimos solos.
Y entonces, los golpes. Pero no importa. Porque digo la verdad: no estábamos solos. Éramos miles.
Vi a Andrea apenas unos segundos. Alcancé a distinguirla antes de que todo estallara. Algunos dicen que escapó, otros que cayó. Nadie lo sabe con certeza. Yo preferí no pensar demasiado en ello. Me protegí con el olvido. El dolor también se puede anestesiar.
Los meses pasaron. Nos soltaron como si ya no les sirviéramos. Dicen que salimos. Pero yo no lo hice. Algo de mí murió dentro.
Duermo, pero no descanso. Cada noche cierro los ojos con el miedo de perder, una vez más, a alguien que amo. Y entre sueños la busco. Entre marchas, entre contingentes, la busco a ella.
Aún espero, alguna noche, encontrar de nuevo esa mano que me ofrezca un pañuelo… y me regale otra vez, por última vez, su sonrisa.