EL CAMPO GUADALUPE
EL CAMPO GUADALUPE
Hace tanto tiempo que ya nadie sabe con exactitud, existió una hacienda grande, productora de maíz, allá en los llanos de Hidalgo. De aquellos años quedan apenas ruinas en los bordes del campo y el nombre que nunca se perdió: Guadalupe.
Hoy ya no es hacienda, ni tiene dueño.
Es Campo Guadalupe.
Un pedazo de tierra que vive con la gente que la trabaja.
Nadie sabe a quién le pertenecía, pero doña Antonia y don Valentino lo cuidan desde hace décadas. Y lo hacen como quien cuida a un abuelo enfermo: con paciencia, con respeto, con silencios.
El maíz que siembran crece alto y suave, como si reconociera las manos que lo siembran. Dicen que en ese campo las milpas escuchan. Que si les hablas, te responden con buen clima o lluvia a tiempo.
Don Valentino es el primero en salir cada mañana. Machete en mano, pasos firmes aunque los años le doblen la espalda. Sus hijos, Manuel e Iván, lo siguen. Doña Antonia los despide desde el umbral con atole humeante y ojos cansados por las cataratas que le han ido nublando la vista.
Así viven. Así siembran.
Así se sostienen.
Una mañana, sin previo aviso, algo cambió.
Don Valentino no se levantó. Su machete colgado. Su voz ausente.
—¿Papá? —llamó Manuel, golpeando la puerta de la recámara.
—¿Jefe, está usted bien? —preguntó Iván.
La puerta se abrió. Doña Antonia estaba ahí, pálida.
—No despierta del todo. Dice que le duele todo el cuerpo, como si tuviera piedras adentro —susurró.
Manuel e Iván salieron sin pensarlo. Tomaron la camioneta. En el campo, los trabajadores soltaron los azadones y se acercaron a la casa. Nadie quería seguir trabajando si el viejo don Valentino estaba mal. Porque ese hombre era como el eje que mantenía derechas las milpas.
Mientras tanto, doña Antonia mojaba pañuelos en agua y se los ponía en la frente. Intentaba rezar, pero no recordaba las palabras.
—Valentino, ¿puedes oírme?
—Toñita… —susurró—. El campo me llama.
—No digas eso. Ya vienen los muchachos con el doctor.
—Las milpas me hablaron en sueños. Dicen que es hora.
—¿Hora de qué?
—De volver. De descansar en lo que sembré.
Doña Antonia no respondió. Solo le tomó la mano y se quedó junto a él en silencio.
En el pueblo, el doctor los recibió con el ceño fruncido al escuchar "Campo Guadalupe".
—¿Otra vez ese campo? —murmuró.
—¿Otra vez? ¿Qué quiere decir?
—No importa. Vámonos.
El doctor no empacó ni estetoscopio ni maleta. Solo agarró su sombrero y salió.
—¿No va a llevar sus cosas?
—Donde vamos, mis cosas no sirven.
En la casa, el doctor se detuvo a saludar a varios de los trabajadores que aguardaban fuera.
—¿Cómo está el maíz? —les preguntó.
—Alto, verdecito. Pero hoy no cantan los tallos —respondió uno de ellos, bajando la mirada.
El doctor asintió, como si eso confirmara algo.
Entró al cuarto de don Valentino y se acercó sin hacer ruido.
—¿Ya está aquí? —dijo el viejo, con voz apenas audible.
—Sí, don Valentino. Vine porque el campo me llamó. No a mí, sino a usted.
—¿Entonces… ya es momento?
—Eso no lo decido yo. Lo decide él.
El campo siempre reclama lo que es suyo.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Iván.
—Nada —respondió el doctor—. Se quedan con él esta noche. Si quiere irse, se irá. Y si quiere quedarse, amanecerá con el maíz.
Esa noche nadie durmió. Afuera, las milpas crujían como si hablaran entre ellas. El viento soplaba con un tono hueco, distinto.
Doña Antonia no rezó.
Solo se sentó a su lado, le tomó la mano, y comenzó a contarle la historia de cómo se conocieron.
De los primeros surcos. De la primera cosecha.
Iván salió al patio en algún momento y juró haber visto algo entre las milpas. Una figura quieta, alta, con sombrero de palma. Pero cuando caminó hacia ella, desapareció entre los tallos.
Al amanecer, don Valentino abrió los ojos. Ya no sudaba. No temblaba.
Pero ya no hablaba.
Solo miraba hacia las milpas, como si esperara una señal.
El doctor, sentado en la cocina, bebía café en silencio.
—¿Se queda? —preguntó Manuel.
—Por ahora, sí.
Pero escúchenme bien:
—Nadie pertenece al campo para siempre. Pero quien lo entiende… puede quedarse un poco más.
Don Valentino ya no volvió a caminar las parcelas, pero cada vez que se sentaba en su silla bajo el corredor, el viento soplaba con otro ritmo. Como si el campo supiera que él lo estaba mirando.
Y desde entonces, cuando alguien enferma en Campo Guadalupe, no se le da medicina.
Se le sienta al pie de las milpas. Se le cubren los ojos.
Y se espera.
Porque si el campo lo quiere, lo deja.
Y si no… lo llama.