ARMAS A LA CINTURA
ARMAS A LA CINTURA
—¿Alguna vez has estado cerca de un arma, papá?
Me lo preguntó mi hijo una noche cualquiera, mientras los dos veíamos las noticias en la televisión. Yo creía que él dormía sobre mi pecho, respirando tranquilo, ajeno a las imágenes de asaltos, balaceras y violencia que llenaban la pantalla como si fueran parte del clima.
—¿Alguna vez has estado cerca de un arma, papá? —repitió.
—Claro que no —dije, casi sin pensar, con la voz entre dormida y confusa, sin saber si lo había soñado.
—¿Qué se sentirá… estar cerca de una?
No respondí. Solo apagué la televisión y me hice el dormido. Me pareció que no era una pregunta para su edad, y mucho menos para esa hora. Al día siguiente, sin embargo, me encontré dándole vueltas en la cabeza. Y recordé.
Recordé algo que había dejado enterrado como se entierran los sustos grandes: entre los pliegues del tiempo.
Yo tenía trece años. En esa época, los domingos eran de futbol en el deportivo. Toda la familia se reunía allí, como una especie de ritual: hieleras, tacos sudados, gritos desde la banca y mucho, mucho sol. Tal vez si hoy regreso a esas canchas ya no las reconozca. Quizá estén más pequeñas, con rejas, con pasto sintético. Pero en mi memoria eran enormes, abiertas, con espacio de sobra para que todos jugáramos y nos sintiéramos importantes por noventa minutos.
Mi hermano mayor, David, tenía por costumbre llegar con resaca. Solía salir de fiesta los sábados, beber lo suficiente para no recordar quién lo trajo al partido y traer consigo amigos que lo "cuidaban". Ese día vino acompañado de dos hombres que, según dijo, eran policías. O agentes. O judiciales. Nunca lo supe con certeza. Pero sí sabía una cosa: traían pistolas en la cintura, bien visibles.
—Tienen que portarlas siempre —me dijo mi hermano, como si eso justificara su presencia.
El partido empezó como todos: empujones, patadas disfrazadas de barridas, insultos camuflados de pasión. Pero hubo un momento —no sé si fue una entrada demasiado fuerte o una palabra mal dicha— en que todo estalló.
La cancha se convirtió en una batalla. Una pelea como las que solo se ven en los campos llaneros: puñetazos, gritos, camisetas desgarradas. Nadie pensaba, todos reaccionaban.
Los policías intentaron intervenir, pero alguien los golpeó también. No eran superhéroes. Salieron corriendo de la cancha, furiosos y desbordados, y subieron a la tribuna. Ahí estaba yo, con un refresco en la mano, viendo todo con una mezcla de miedo y fascinación.
Se desabrocharon las pistoleras.
Sin decir nada, sin pedir permiso, me las amarraron a la cintura.
—No podemos seguir con estas cosas encima —me dijo uno—. Si las usamos ahorita, perdemos todos. Mejor tú cuídalas.
Yo tenía trece años.
El peso me jalaba el pantalón. Me sujetaba el cinturón con ambas manos, tratando de que las armas no tocaran el suelo. Sentía la dureza del metal contra mi vientre, el frío del cañón rozando mi cadera. Me advirtieron que no debía dejarlas en la banca, que no las soltara, que nadie debía verlas ni, mucho menos, tocarlas.
Nunca me había sentido tan vulnerable. Ni tan visible.
Los gritos seguían allá abajo. La pelea duró quizá diez minutos, quizá media hora. Para mí fue una eternidad con las armas en la cintura y el alma en los talones.
Cuando todo terminó, me devolvieron el pantalón y yo devolví las pistolas.
No me agradecieron.
No me dijeron nada.
Solo se las amarraron de nuevo y se fueron como si nada hubiera pasado.
Hoy, al recordar esa escena, me cuesta creer que haya ocurrido. Que unos adultos hayan confiado armas cargadas a un niño, solo porque parecía el más tranquilo del lugar. Me cuesta más todavía imaginar contárselo a mi hijo. Él, que todavía pregunta si puede ver películas de mayores, que se tapa los ojos cuando hay sangre, que cree que un arma solo sirve para disparar en videojuegos.
—¿Alguna vez has estado cerca de un arma, papá?
Algún día le diré que sí.
Pero no ahora.
No porque no confíe en él, sino porque aún no sabría explicarle que el miedo más grande no es que te apunten con un arma, sino que te la den, y te digan que la cuides.
Y que en ese momento, con todo el mundo peleando,
yo también tuve miedo de mí.