AL SONAR DE LAS CAMPANAS
AL SONAR DE LAS CAMPANAS
Minutos antes de las esperadas campanadas que darían la bienvenida al nuevo año, un sobre fue colocado en el centro de la mesa. Se trataba de la última voluntad de Julián, quien había dispuesto en su testamento que, el 31 de diciembre, poco antes del cambio de año, se leyera una carta escrita por él. La misiva, desde el momento de su muerte hasta ese día, había sido resguardada por un notario y mantenida en el más estricto secreto.
—Bueno, ¿y quién será el encargado de leerla? —preguntó Marina, sobrina de Julián, y quizá la única de toda la familia que nunca llegó a tener un vínculo emocional con el finado, a pesar de los muchos intentos de su tío.
—Yo creo que doña Mari —dijo Daniela, hermana de Julián y, según muchos, la chismosa oficial de la familia. Doña Mari había sido una gran amiga de la familia durante años, hasta que Daniela sospechó de un posible romance entre ella y Julián.
—Lo más decente es que la lea su hijo —contestó doña Mari, señalando a Felipe.
—Creo que lo más conveniente es que sea yo quien lea la carta de mi padre —dijo Felipe.
—Háganlo rápido, que ya viene el año nuevo y no quiero desperdiciar mis uvas ni mis deseos —apresuró Carlos, hermano de Julián.
Felipe tomó el sobre del centro de la mesa y, ante la mirada de todos, lo abrió. Extrajo varias hojas: la carta escrita de puño y letra por su padre y algunas hojas en blanco. Carraspeó y comenzó a leer.
“Buenas noches a todos.
Mi última disposición fue que esta carta se leyera el día 31 de diciembre, minutos antes del año nuevo. Me alegra que, por primera vez en quién sabe cuánto tiempo, me hayan hecho caso. Estoy seguro de que, a estas alturas, mi hermano ya está desesperado por no desperdiciar sus uvas y sus deseos. Tan supersticioso que es el mendigo... si por lo menos con esa fe se pusiera a trabajar…”
—¿Qué clase de broma es esta? —interrumpió Carlos, visiblemente ofendido.
—Perdona, tío, pero así dice. Yo solo leo —respondió Felipe.
—Sí, y ya cállate, Carlos, que no debes interrumpir. Además, Julián no dijo ninguna mentira —añadió Carolina, hermana de Julián y de Carlos.
—Continuaré leyendo —dijo Felipe, retomando la carta.
“…Así que iré directo a lo que será mi última voluntad.
Solicité en mi testamento que estuvieran presentes mis tres hermanos (Carlos, Carolina y Daniela), sus parejas (Juan y Enrique), sus hijas (Marina y Carmen), mi hijo Felipe, y la señora Mari. Contándome a mí como invitado, somos diez en la mesa. Mi propuesta es:
Renunciarán al festejo de año nuevo, a sus uvas, a sus deseos y a sus brindis… a cambio de lo que les ofreceré.”
—¡Mi hermano está loco! —dijo Carlos.
—¡Cállese, tío! —gritó Carmen, aunque de inmediato se arrepintió—. Perdón, tío, pero… ¿a poco no quiere saber qué nos dejó Julián?
—Nada. Eso nos dejó: nada —respondió Carlos. Se levantó y se dirigió a la sala, decidido a disfrutar sus uvas y deseos en paz.
Felipe continuó leyendo:
“…Aquellos que acepten mi invitación deberán firmar en una de las hojas en blanco que acompañan esta carta. Los que no, deberán retirarse a la sala mientras la lectura continúa. Aunque estoy seguro de que mi hermano ya se levantó…”
Desde la sala se escuchó a Carlos gritar: “¡Estás loco, Julián!”
Los ocho miembros restantes de la familia firmaron la hoja y escribieron sus nombres.
“…Quienes hayan firmado, deberán deshacerse de once uvas y quedarse solo con una. A cada uno les encomendaré un propósito de año nuevo, que será la condición para recibir la herencia. Si la primera persona rechaza el propósito, la herencia pasará a la siguiente, y así sucesivamente.
Cuando suene la primera campanada, será en mi honor. Deberán dejar pasar también la segunda y la tercera campanada sin hacer nada. A partir de la cuarta, comenzará la ronda. Si alguien acepta el propósito, firmará. Si no, deberá comer su uva, lo que significará que renuncia a la herencia.”
—Qué manera tan ridícula de repartir una herencia —murmuró Daniela, aunque con algo de curiosidad.
“Carlos, tu propósito era administrar honestamente las ganancias de la empresa familiar…”
Carlos apareció de nuevo en la mesa, incrédulo.
—¿Escuché bien? —preguntó, conteniendo su emoción.
“…Pero como no firmaste la hoja, quedas descartado. La herencia pasa a mi hermana Daniela. Y para no alterar los tiempos, dejen pasar la cuarta campanada, que era tu turno.”
—¡Maldito loco! —gritó Carlos desde la sala.
“Daniela, tu propósito es dejar de ser tan chismosa. Antes de firmar, deberás contar todos los chismes que has inventado sobre los presentes…”
—¡¿Cómo se atreve?! —exclamó Daniela, indignada.
“Si Daniela no acepta, la herencia pasará a Carolina, quien deberá dejar su adicción al cigarro. Deberá destruir sus puros, ahí mismo, frente a todos.”
—¡Estos puros son carísimos, son de Fidel! —dijo Carolina, abrazando su bolsa.
“Si Carolina no acepta, la herencia pasará a mi sobrina Carmen, quien deberá confesarle a su madre ese sueño que tanto miedo le da compartir…”
—¿Qué sueño, Carmen? —preguntó Daniela.
—No sé, mamá —respondió Carmen, aunque sabía que se trataba de su deseo de ser artista.
“Si Carmen no acepta, la herencia pasará a Marina, quien deberá compartir un recuerdo emotivo que haya vivido conmigo…”
Marina palideció. No recordaba ninguno.
“Si ella no acepta, la herencia pasará a Juan, quien deberá entregarle su celular desbloqueado a su esposa como prueba de fidelidad…”
—¿No me engañas, verdad, Juan? —preguntó Carolina.
—Claro que no… —respondió Juan, tragando saliva.
“Si Juan no acepta, la herencia pasará a Enrique, quien deberá confesar a todos cómo se gana la vida…”
Enrique evitó el contacto visual con su esposa e hija. No estaba listo para decir la verdad sobre su trabajo en el contrabando de autopartes.
“Si Enrique no acepta, la herencia pasará a Felipe, quien deberá renunciar a su empleo en la imprenta y dedicarse por completo a la empresa. El mensaje de renuncia deberá ser enviado en ese momento, frente a todos.”
—No saben lo que me costó llegar a ese empleo —dijo Felipe.
“Y si Felipe no acepta, la herencia pasará a doña Mari, quien deberá prometer no volver a ver a la familia ni regresar a esta casa…”
Doña Mari sintió que el corazón se le encogía. No podía renunciar a las personas que tanto amaba.
“Aquí deben dejar de leer. Esperen las campanadas. Cuando terminen, pueden leer el resto.”
Felipe dejó la carta sobre la mesa. Un silencio solemne se apoderó de todos. Carlos, conmovido, regresó a la mesa y tomó su lugar.
La primera campanada sonó: un homenaje a Julián.
La segunda y la tercera pasaron en silencio.
La cuarta marcó el inicio.
Carlos bajó la mirada. No podía hacer nada.
La quinta campanada: Daniela comió su uva.
La sexta: Carolina, tras mirar sus puros, también comió la suya.
La séptima: Carmen, con un nudo en la garganta, hizo lo mismo.
La octava: Marina, sin recordar un solo momento con su tío, comió su uva llorando.
La novena: Juan, sin atreverse a entregar su celular, comió su uva.
La décima: Enrique, abrazando a su familia, comió la suya.
La undécima: Felipe sostuvo su celular por un momento, dudó… y comió su uva.
La duodécima y última: doña Mari, firme, también comió la suya.
Las lágrimas recorrieron muchas mejillas. La empresa seguiría sin dueño, pero no sin sentido. Julián les había dado algo más valioso que cualquier herencia: una lección.
Felipe retomó la carta.
“Si llegaron hasta aquí, estoy seguro de dos cosas:
La primera, que Carlos se quedó con ustedes.
—Estás loco, Julián —dijo Carlos, y todos rieron.
“La segunda… que todos comieron su uva.
No se preocupen. La empresa es y siempre ha sido de ustedes. Solo necesitaban recordar lo que los une.
¿Por qué hice esto?
Porque no pude resistirme a una última broma.
Y porque los amo.”
Hasta que nos volvamos a ver.
Julián.