OBTUVE LA MAESTRÍA Y CONOCIMOS LA BASÍLICA
OBTUVE LA MAESTRÍA Y CONOCIMOS LA BASÍLICA
18 de septiembre de 2025
Hoy es un día que esperé durante varios años. Pero antes de contarlo, vale la pena recordar el camino que me trajo hasta aquí.
Cuando debía concluir mi carrera universitaria y entregar por fin a mis papás mi título como licenciado en Derecho, el mundo se detuvo. La pandemia nos obligó a permanecer en casa, los eventos fueron cancelados y el título que tanto había esperado me fue entregado en una oficina donde solo podía entrar una persona. Aquella escena, tan silenciosa y sin aplausos, me dejó una meta muy clara: continuar mis estudios y lograr que mis papás me vieran recibir un título con todo el orgullo que merecían.
Esa es la parte sentimental, quizá la más poderosa. Pero también existe un motivo profesional. Desde la secundaria descubrí mi gusto por la historia y por compartir lo que aprendía. En algún momento incluso pensé en dedicarme a la docencia; imaginaba ser profesor en una escuela. Con el tiempo entendí que el Derecho también podía ofrecerme ese camino. Aunque no es indispensable contar con una maestría para dar clases, sabía que ese grado académico otorgaba un reconocimiento laboral y profesional importante, además de abrir puertas en el ámbito educativo.
El año pasado terminé la maestría y comencé el proceso de titulación. Durante los dos años que duraron las clases nunca me atrasé en las colegiaturas, aunque siempre temí el momento en que tuviera que cubrir el costo del título. Intenté ahorrar muchas veces, pero entre imprevistos, gastos urgentes y planes de último momento, los ahorros se esfumaban una y otra vez.
Cuando llegó el momento, el temor desapareció: el dinero no fue un obstáculo y todo el proceso avanzó con rapidez. Un día recibí la notificación de que el trámite había concluido y se me invitaba a gestionar la cédula profesional. Esa noticia ya era motivo de alegría, pero faltaba lo más importante. Un par de meses después llegó el correo definitivo, el que traía adjunto mi título electrónico y la invitación a presentarme en la escuela para recibir el grado.
Con tiempo logré ahorrar lo suficiente para rentar un automóvil y llevar conmigo a mis papás y a mi sobrino. El día comenzó con tensión: el tráfico de la Ciudad de México amenazaba con arruinar la llegada puntual. El GPS cambiaba de ruta una y otra vez, y cada desviación parecía alejarnos más del destino. Miraba el reloj y pensaba que el esfuerzo de tantos años no podía quedar empañado por un retraso.
Sin embargo, como si todo se acomodara en el último momento, llegamos. En la ceremonia, un decano de la institución me entregó el grado de Maestro y me pidió rendir protesta con el brazo extendido. Fue un acto breve, pero cargado de significado. En ese instante comprendí que había cumplido mi promesa: mis papás estaban ahí, viéndome recibir un título que también les pertenecía por todo el esfuerzo que hicieron por mí.
Después de la ceremonia los llevé a comer y, aprovechando que la universidad se encontraba a pocos minutos de la Basílica de Guadalupe, decidimos visitarla. Caminamos por sus pasillos, admiramos el templo y agradecimos el momento. Era la primera vez que íbamos, y ese pequeño viaje se convirtió en otro sueño cumplido.
Fue un día inolvidable, no solo por la culminación de un proyecto académico, sino por la oportunidad de compartirlo con las personas que más quiero. Me alegra poder viajar con mis papás, verlos sonreír y mostrarles lugares nuevos. También me emociona pensar en mi sobrino, que a su corta edad ya vive experiencias que yo conocí mucho después.
Hoy me queda una sensación profunda de gratitud y de impulso. Quiero seguir creciendo, seguir viajando con ellos, descubrir nuevos lugares y encontrar el siguiente destino que nos una en otro recuerdo feliz.